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Patti Smith recuerda a Lou Reed

La mañana del domingo me levanté temprano. La noche antes había decidido visitar el océano, así que me armé con un libro y una botella de agua en el bolso y puse rumbo a la playa Rockaway. Parecía una fecha señalada, pero no recordaba por qué. La playa estaba vacía y, cerca como estaba el aniversario del huracán Sandy, la mar serena parecía conjurar las contradicciones de la naturaleza. Me quedé un buen rato, siguiendo con la vista el vuelo bajo de un avión, cuando recibí un mensaje de texto de mi hija, Jesse. Lou Reed había muerto.

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Afligida, respiré hondo. Le había visto en la ciudad con su esposa, Laurie, muy recientemente y me dio la impresión de que estaba muy enfermo. Una sensación de fatiga ensombrecía su brillo de costumbre. Cuando Lou se despidió, sus ojos oscuros parecían contener una tristeza benevolente e infinita. Le conocí en el Max’s Kansas City en 1970. Los Velvet Underground tenían dos actuaciones seguidas cada noche durante unas pocas semanas de ese verano. Un Donald Lyons crítico y escolar estaba sorprendido de que yo no los hubiera visto todavía en directo y me escoltó escaleras arriba para el segundo pase de la primera noche. Me encantaba bailar, y podías bailar durante horas con la música de la Velvet. Una música surf doo-wop y disonante que te permitía moverte muy rápido y muy lento. Fue mi tardío y revelador encuentro con la “Hermana Ray.” Unos años después, en esa misma sala superior del Max’s, Lenny Kaye, Richard Sohl, y yo presentábamos nuestra propia versión de la tierra de las mil danzas. Lou solía venir para comprobar en qué andábamos.

Un tipo complicado como era, lo mismo elogiaba nuestros esfuerzos que, al momento, me probaba y provocaba con maneras de un colegial maléfico. Yo solía evitarle un poco pero, como un felino, se presentaba por sorpresa y me desarmaba con alguna frase prestada de Delmore Schwartz sobre el amor o el coraje o lo que fuera. Yo no entendía bien su comportamiento errático o la intensidad de sus emociones que pasaban, como las de sus colegas, de desbordantes a melancólicas. Pero simpatizaba con su devoción por la poesía y la cualidad expedicionaria de sus actuaciones. Tenía los ojos negros, la camiseta negra, la piel pálida. Era un tipo curioso, a veces susceptible, y lector voraz, y un explorador sónico. Un pedal de guitarra inusual era para él como otra forma más de poesía. Y él era nuestro eslabón con el aire infame de la Factory de Warhol. Edie [Sedwick] bailó sus canciones. Andy cuchicheaba secretos en su oído. Lou introdujo la sensibilidad de la Literatura y la Poesía en su música. Era el poeta neoyorquino de nuestra generación, venciendo a sus contrincantes como Whitman venció a sus represores y Lorca derrotó a sus ejecutores.

Cuando mi banda evolucionó y fuimos capaces de tocar su música, Lou nos otorgó sus bendiciones. Al final de los 70s, estaba a punto de mudarme a Detroit cuando me topé con él en el ascensor del viejo Hotel Gramercy Park. Yo tenía un libro de poemas de Rupert Brooke. Me arrebató el libro de las manos y miramos juntos la foto del autor. Hermoso, dijo, y tan triste. Fue un momento de serenidad completa. Con las noticias de la muerte de Lou, una sensación envolvente me embriagaba, para luego estallar en una conjunción de energía desbordante. Me llegaron montones de mensajes. Una llamada de Sam Shepard mientras conducía su camioneta rumbo a Kentucky. Un humilde fotógrafo japonés me escribía desde Tokio – “Estoy llorando”. Mientras compartía mi duelo con el mar, dos imágenes vinieron a mi cabeza, subrayadas sobre el cielo de papel. La primera el rostro de su mujer, Laurie. Ella era su espejo, en sus ojos podías ver su gentileza, sinceridad y empatía. Otra era el gran velero que él anhelaba manejar en la letra de aquella obra maestra suya, ‘Heroin’. Lo imaginaba esperándolo amparado por las costelación de poetas que él tanto deseaba conocer. Antes de irme a dormir busqué alguna efeméride significativa para esa fecha -el 27 de Octubre- y me encontré con que era el día de nacimiento tanto de Dylan Thomas como de Sylvia Plath. Lou había elegido el día perfecto para salir a navegar, el día de los poetas, un domingo por la mañana, el mundo tras de sí.

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