¿Uno vive los lugares según su estado de ánimo o los lugares influyen en el estado de ánimo de uno? Esto me pregunté cuando estaba llegando al centro de Berlín desde el aeropuerto Schönefeld, por la ansiedad de ya empezar a vivir una ciudad repleta de imágenes que te emocionan a cada momento, con una historia bélica de hace tan sólo 25 años.
Berlín es la capital del país más rico de Europa. Se mueve entre su pasado socialista y el imperante capitalismo. Es una ciudad nueva, moderna, destruída por la Segunda Guerra Mundial a tal punto que prácticamente no hay nada anterior a 1945, estructuras tal vez.
La variedad de estilos arquitectónicos es tan grande que afecta directamente el carácter urbano unitario. Además, Berlín sufrió la división total durante la Guerra Fría, el muro la cortó en dos por un poco más de 28 años y esa recuperación, desde 1989, le dió una identidad diferente. Es una ciudad cosmopólita y los berlineses son muy amables, prolijos, simples. Todo se veía impecable, claro, lo comparo con los latinos que somos el desorden absoluto, el caos total. La puntualidad alemana desespera, todo llega a tiempo: trenes, tranvías, metro, buses, las pers
onas.
Los graffitis en la ciudad te invaden, pero te invaden bien, porque todos tienen un mensaje político, cultural, histórico, te dejan pensando salado. En la calle Rosenthaler del barrio céntrico Mitte, hay una tienda dedicada totalmente a vender lo que quieras relacionado con el arte urbano: remeras, libros, postales, de todo lo que se te ocurra. En una calle de nombre raro y largo (como todas), encontré una casa ocupada. Uno se imagina una de esas casas ocupadas en la Ciudad Vieja de Montevideo, pero no, lo curioso es que esto era arte puro por todos lados. Cuando entré vi un gran patio con esculturas hechas con chatarra, bachas colgando de las paredes como si fueran macetas, stencils, graffitis. Los jóvenes que habitan estas casas están en contra del sistema capitalista, suelen ser personas con muy buen nivel de educación, que saben de lo que están hablando.
Impacta ver como en toda la ciudad está indicado por donde pasaba el muro. 
También hay unas placas cuadraditas en las puertas de muchas casas con el nombre, lugar y fecha (si se sabe) de cuando se llevaron a esa persona por tener una religión o ideología distinta a la determinada por el nazismo. Ni hablar cuando llegué al memorial del holocausto. Pararse delante de esos cientos de bloques de cemento es increible, te quedás sin palabras, lo mirás y mirás mientras que por tu cabeza van pasando todas esas imágenes que viste en documentales o películas. Es realmente fuerte. El frio me calaba los huesos, pero me daban ganas de estar todo el tiempo en la calle, de ver a la gente, de ver el comportamiento en cosas tan simples como esperar la luz verde para cruzar la calle.
Empezó a nevar y cerca de Alexanderplatz, la plaza céntrica más conocida de la ciudad, había un mercado donde me compré unos frankfurters con un vaso de glühwein (vino caliente con jugo de naranja o limón, canela, clavos de olor y azúcar). Me senté a comer mientras admiraba la Torre de Televisión construida por la RDA en 1969 para impresionar a los que estaban del otro lado del muro.
Ya con el cuerpo caliente me tomé el U-Bahn (metro) para ir hasta la East Side Gallery. Es la parte más grande de muro que queda en pie (1.300
mts.). Totalmente grafiteado, es una galería de arte al aire libre. Hay imágenes que te ponen la piel de gallina. Ese muro que vi caer en el toque de Roger Waters ahora estaba ahí, lo podía tocar. Pensar que en esta ciudad pasaron personajes como Karl Marx, Hitler, Nietzsche, Einstein, la Bauhaus con tipos como Van der Rohe, Kandinsky o Paul Klee entre otros, te lleva a estar todo el tiempo leyendo y buscando info para no perderte nada.
En mi último día quise ir a cenar y comer algo bien típico de estas tierras germanas. Me recomendaron el Hoppel Poppel. Una especie de guiso con muchas calorías para sacar el frío del invierno.
