Maracaná…
Desde muy chico esa palabra resonaba en cualquier conversación de fútbol que había en casa, “Maracaná”.
Canciones, historias, un video, algunos relatos radiales y de la mano de esa palabra una que siempre surgía enseguida, “Hazaña”.
Una mañana mi casa del barrio La Blanqueada, le pregunté a papá: “¿Que es Maracaná?”. No recuerdo las palabras exactas que utilizó mi viejo, pero recuerdo su rostro, sus ojos, sus manos, toda su expresión al servicio de explicarme aquella conquista mundial en tierras brasileras, con todo en contra, con la fiesta armada, con un Brasil campeón, que finalmente no fue.
El tiempo pasó y sin comprender mucho, ese niño creció imaginando que “Maracaná” era, por alguna razón, solamente el nombre de aquella gesta, el nombre de aquel hito que se había convertido en leyenda. Claro, papá, con tanta emoción, olvidó explicar que ese era el nombre del barrio en donde se encontraba el estadio que albergó todo lo sucedido.
Esta historia despertó la pasión que hoy vive en mí por el fútbol, y los impulsos me llevaron, una vez, hasta Rio de Janeiro.
Desde que puse un pie en esa ciudad, noté que los Brasileros lamentan todavía aquella final del 50′. Siempre que uno dice que es uruguayo, ellos recuerdan Maracaná, instantáneamente, lamentándolo, pero como buen pueblo futbolero, reconocen con respeto una hazaña, un hecho que solo se podía dar una vez, mítico, único, irrepetible. Reconocí en ellos el dolor, pero también admiración por el Maracanazo, por eso tomé la decisión de evitar el asunto, a ellos esa herida todavía no les cicatriza.
Siempre supe que una vez en Rio de Janeiro, iba a ir a conocer el gran Maracaná, así que una mañana, en un tour, hasta allí llegué, allí estaba, el mítico estadio de Maracaná, erizándome la piel, generando nostalgia en mí, enmudeciéndome. Caminé hasta la puerta del estadio, lo estaban remodelando para el mundial 2014; no había forma de acceder al interior. Mi ilusión por llegar hasta el arco donde Giggia remató violentamente se rompía en mil pedazos.
Mientras miraba por una reja, el guía, que lamentó mucho la imposibilidad de acceder, me dijo “uruguayo, voce ya ganó aquí”, como pidiéndome que hable de la historia, esa que explicaba mi cara decepción.
Comencé un relato al que se le fueron sumando varios oyentes, y de pronto me vi rodeado de argentinos, brasileros, hindúes y algún europeo, que integraban aquél bus turístico. Todos escuchaban con atención mi historia. Los ojos, las manos, la voz de mi viejo, estaban ahora en Rio de Janeiro, una mañana, explicando que significa Maracaná para los uruguayos, nada más ni nada menos, que en la puerta del mismísimo estadio de Maracaná. Nadie emitió un sonido mientras hablaba.
Al terminar el cuento, muchos me felicitaron, incluso el guía y el chofer, quienes eran brasileros. Las conversaciones siguieron en la van con el argentino, que era el que más entendía del tema, pero que no sabía de varios detalles que le despertaron interés..
Así crecen los gurices en este país, escuchando una y otra vez la historia del gol de Giggia. Ese que nunca fue gritado, ese que enmudeció a todo Maracaná, el gol que hizo sentir tan desdichado a Obdulio Varela y tan dichosos a todos los uruguayos, el gol por el cual en Brasil se nos respeta, el mejor gol del mundo.
Hoy tengo 28 años, y recuerdo ese gol en los ojos de mi viejo, la primera vez que lo vi, la primera vez que lo escuché. Sin haber vivido en 1950, hoy recuerdo, veo y escucho ese gol; se me empapa la vista, se encosiquillea mi piel y me siento parte, me siento beneficiario de esa gloria. Sería en vano intentar explicar la pasión que se siente en este país por un deporte, mucho menos, cómo once leones, ganaron aquella final. No se puede explicar, que alguien que no lo vivió, sienta que sí estuvo ahí, y sueñe, que por noventa minutos, estuvo en Maracaná, un 16 de julio de 1950.