Cuando llegás a Bolivia lo primero que pensás es como es posible que haya un país tan pobre tan cerca del nuestro. Parece ser un pueblo con un destino marcado desde que los españoles pisaron ese suelo. La inexistencia de caminos e infraestructura es la constante del viaje.
La llegada al valle de Potosí es algo mágico. Con el Cerro Rico, que se ve desde cualquier punto de la ciudad, empezás a ver a las cholas (mujeres con la vestimenta típica del país -como la de la foto-) comer sus sopas con chicharrón, tomar jugos en bolsas y trabajar en las calles vendiendo pan, guisos en ollas gigantes, tortas, frutas, legumbres. Hombres y mujeres están todo el tiempo mascando coca y el olor te invade. Claro, Potosí a 4.070 metros sobre el nivel del mar, es la segunda ciudad más alta del mundo después de La Paz y no te queda mucha chance, o mascás coca o seguramente te agarres el soroche o mal de altura. Me animo a decir que los bolivianos son de las personas más amables que he conocido. Un poco desconfiados por su pasado histórico.
Es un pueblo al que le robaron todo. Aunque cueste creerlo Potosí fue la ciudad más rica del mundo, basada obviamente en la plata que dio el Cerro Rico durante centenares de años. Nada de esa plata les quedó a ellos, y por tanta riqueza quedó hoy la frase “vale un potosí”. Muchas fachadas barrocas con balcones de madera labrados con una perfección impresionante. La recorrida por la ciudad es por momentos lenta, te falta el aire, las calles son subidas y bajadas constantes que terminan por lo general en alguna iglesia de tipo colonial. En el cerro actualmente hay cerca de 300 bocaminas con más de 5.000 hombres trabajando de los cuales 800 son niños. Empiezan a trabajar a los 14 años. El 90% de la población trabaja o trabajó en las minas. Las condiciones de acceso e infraestructura son pobrísimas. Las vigas son muy bajas, el nitrato de plata vuela por el aire formando una cortina turbia que la ves con las lámparas de los cascos y es la principal causa de muerte en la mina. Comenzamos a bajar hasta más de 100 mts. de profundidad y si en la ciudad costaba respirar, imaginate ahí dentro. Por un momento pensé que todo se acababa, la piedra comenzó a retumbar, todos saltamos a los costados, un carro de acero lleno de piedras pasó al lado nuestro. Antes de ingresar, compramos en el mercado minero gaseosas, hojas de coca, dinamita y alcohol para regalarle a los mineros. Toman alcohol casi puro, 96°. Me acerqué a uno de ellos y le di la gaseosa. Su cara negra como el carbón, producto de la tierra, me devolvió una sonrisa, pero a pesar de esto sentí que invadía un espacio. Los mineros hoy son al menos dignos de la jubilación. El gobierno de Evo les dió la posibilidad de elegir voluntariamente el retiro para comenzar a cobrarla. Antes, se jubilaban a los 45 años. Claro, el problema es que la expectativa de vida de un minero no supera esa edad.
Para aliviar tanto dolor, los mineros tienen un día en el año de fiesta y es el Carnaval Minero. Todos agrupados por las cooperativas en las que trabajan y con trajes de fiesta impecables y llenos de color, comienzan a bajar desde la cima del cerro hasta la ciudad, bailando con pasos coordinados, mucho alcohol, comida y música. Es indescriptible la alegría que tiene la gente ese día. Todos los grupos bajan con una virgen católica. Esto se ve en toda la cultura boliviana. Una mezcla de religión católica impuesta por los españoles y la conservación y devoción por cosas tan importantes para ellos como es la pacha mama. El día terminó con mucha gente borracha pero feliz. Para cargar las pilas después de tanta energía gastada en el carnaval, me fui a comer un Pique Macho, un plato típico boliviano.